Por
Juan Morales Agüero
Los
periodistas solemos padecer ante el desafío de una cuartilla en blanco. En
efecto, «arrancar» con la primera oración deviene tragedia cuando nos empeñamos
en buscar una imagen atractiva y original, capaz de inspirar la atención de esa
persona importante, rigurosa, suspicaz, inteligente y desconocida llamada
lector.
Uno
de nuestros absurdos más comunes es creernos protagonistas de las historias que
contamos. Lo hacemos, en ocasiones, para impresionar a la personalidad que
hemos entrevistado; o al profesor que nos impartió el género en la universidad;
o a la muchacha que nos dice –a veces por mera cortesía- cuánto nos admira.
Realmente,
nuestro destinatario natural es otro. Es la persona que intenta leer nuestra
crónica dentro de un ómnibus abarrotado de gente. O sentada en un banco del
parque mientras aguarda por la llegada de su media naranja. O a la espera de
que comience la venta en un mercado. O en su domicilio, oficina, guardia…
Todas
esas personas -¡todas!- dejarán de leernos y buscarán un entretenimiento mejor
si no somos capaces de retenerlas con un texto bien escrito y mejor contado.
«Es más fácil capturar a un conejo que a un lector», dijo Gabriel García
Márquez. Y nadie como él podría testificarlo con tan amplio conocimiento de
causa.
Como
esos anónimos destinatarios dejarán de prestarnos atención a la primera
oportunidad –nadie está obligado a leer lo que no le agrada-, la primera frase
salida del teclado deberá ser la más importante de nuestra carrera. Y también
la segunda, la tercera y la final. Porque nosotros sí estamos obligados a
escribir… bien.
¿Y
cómo se escribe bien? Ahhh, ¡quién lo supiera! Enrojezco de envidia (alguien
dijo que envidiar es admirar con rabia) cuando leo algo redactado con sencillez
y sin artificios, que tal parece escrito de una sola sentada. Saco algo en
limpio: una buen texto tiene siempre ideas claras, frases cortas y mucha
originalidad léxica.
Incluso,
los asuntos más peliagudos y difíciles pueden ser tratados con soltura. Siempre
debemos pensar en ese lector invisible al que me referí. Él preferirá cambiar
de página antes de acudir al diccionario en busca del significado de una
palabra rebuscada que tuvimos la pésima idea de insertar en nuestro reportaje.
Al
contar la historia también erramos. No pocos de nosotros caemos a veces en un
«embrollo» de datos superfluos y de elementos subalternos. Como dice el
periodista norteamericano Tim Radford, «si un tema es enredado como un plato de
espaguetis, considera tu historia como un solo espagueti extraído con cuidado. El
lector agradecerá que le hayas dado una parte y no el plato completo». Eso se
traduce en que debemos escribir una idea después de la otra, en lugar de una
idea dentro de otra, como solemos hacer.
Por
último, no debemos comenzar a escribir hasta no haber definido cuál será
nuestra historia. Si la frase inicial puede resumirla, mejor. Una vuelta de
tuerca a nuestras neuronas puede resultar. Con ese esfuerzo siempre se
encuentra un giro ameno y sintético capaz de cautivar y retener al lector desde
su primer golpe de vista.
En
fin, escribir sencillo es, quizás, lo más difícil de la profesión. Pero no hay
que cortase las venas por eso. Quienes escribimos podemos sortear decorosamente
ese valladar. Eso sí, hay que meditar cada palabra, cada idea, antes de
mancillar la pureza de la cuartilla en blanco. Y pensar en ese lector
desconocido. Así de sencillo.
Colocad
una cosa después de otra
[…] ¿No habéis observado que el defecto de un orador o de un escritor consiste
en que coloca unas cosas
dentro de otras, por medio de paréntesis, de apartados, de
incisos y de consideraciones pasajeras e incidentales? Pues bien: lo contrario
es colocar las cosas –ideas, sensaciones–, unas después de otras. “Las cosas
deben colocarse –dice Bejarano– según el orden
en que se piensan, y darles la debida extensión”. Mas la dificultad está… en pensar bien.