jueves, 25 de febrero de 2016



 
Por Juan Morales Agüero
 Los periodistas solemos padecer ante el desafío de una cuartilla en blanco. En efecto, «arrancar» con la primera oración deviene tragedia cuando nos empeñamos en buscar una imagen atractiva y original, capaz de inspirar la atención de esa persona importante, rigurosa, suspicaz, inteligente y desconocida llamada lector.
Uno de nuestros absurdos más comunes es creernos protagonistas de las historias que contamos. Lo hacemos, en ocasiones, para impresionar a la personalidad que hemos entrevistado; o al profesor que nos impartió el género en la universidad; o a la muchacha que nos dice –a veces por mera cortesía- cuánto nos admira.

Realmente, nuestro destinatario natural es otro. Es la persona que intenta leer nuestra crónica dentro de un ómnibus abarrotado de gente. O sentada en un banco del parque mientras aguarda por la llegada de su media naranja. O a la espera de que comience la venta en un mercado. O en su domicilio, oficina, guardia…
Todas esas personas -¡todas!- dejarán de leernos y buscarán un entretenimiento mejor si no somos capaces de retenerlas con un texto bien escrito y mejor contado. «Es más fácil capturar a un conejo que a un lector», dijo Gabriel García Márquez. Y nadie como él podría testificarlo con tan amplio conocimiento de causa.
Como esos anónimos destinatarios dejarán de prestarnos atención a la primera oportunidad –nadie está obligado a leer lo que no le agrada-, la primera frase salida del teclado deberá ser la más importante de nuestra carrera. Y también la segunda, la tercera y la final. Porque nosotros sí estamos obligados a escribir… bien.
¿Y cómo se escribe bien? Ahhh, ¡quién lo supiera! Enrojezco de envidia (alguien dijo que envidiar es admirar con rabia) cuando leo algo redactado con sencillez y sin artificios, que tal parece escrito de una sola sentada. Saco algo en limpio: una buen texto tiene siempre ideas claras, frases cortas y mucha originalidad léxica.
Incluso, los asuntos más peliagudos y difíciles pueden ser tratados con soltura. Siempre debemos pensar en ese lector invisible al que me referí. Él preferirá cambiar de página antes de acudir al diccionario en busca del significado de una palabra rebuscada que tuvimos la pésima idea de insertar en nuestro reportaje.       
Al contar la historia también erramos. No pocos de nosotros caemos a veces en un «embrollo» de datos superfluos y de elementos subalternos. Como dice el periodista norteamericano Tim Radford, «si un tema es enredado como un plato de espaguetis, considera tu historia como un solo espagueti extraído con cuidado. El lector agradecerá que le hayas dado una parte y no el plato completo». Eso se traduce en que debemos escribir una idea después de la otra, en lugar de una idea dentro de otra, como solemos hacer.
Por último, no debemos comenzar a escribir hasta no haber definido cuál será nuestra historia. Si la frase inicial puede resumirla, mejor. Una vuelta de tuerca a nuestras neuronas puede resultar. Con ese esfuerzo siempre se encuentra un giro ameno y sintético capaz de cautivar y retener al lector desde su primer golpe de vista.
En fin, escribir sencillo es, quizás, lo más difícil de la profesión. Pero no hay que cortase las venas por eso. Quienes escribimos podemos sortear decorosamente ese valladar. Eso sí, hay que meditar cada palabra, cada idea, antes de mancillar la pureza de la cuartilla en blanco. Y pensar en ese lector desconocido. Así de sencillo.  

Colocad una cosa después de otra […] ¿No habéis observado que el defecto de un orador o de un escritor consiste en que coloca unas cosas dentro de otras, por medio de paréntesis, de apartados, de incisos y de consideraciones pasajeras e incidentales? Pues bien: lo contrario es colocar las cosas –ideas, sensaciones–, unas después de otras. “Las cosas deben colocarse –dice Bejarano– según el orden en que se piensan, y darles la debida extensión”. Mas la dificultad está… en pensar bien.

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